El 24 de marzo de 1976, los jugadores de la selección argentina bajaron a comer al hotel de Chorzow (Polonia) en el que estaban concentrados para jugar esa tarde un amistoso con Polonia, una parada más en la gira que realizaba la albiceleste por la ‘Europa roja’. Antes habían ganado en Moscú el día 20 (0-1).
Los dirigentes de la AFA, con Pedro Orgambide a la cabeza, reunieron al equipo para comunicarle que en su país se había producido un golpe de Estado, encabezado por Jorge Rafael Videla, Emilio Massera y Ramón Agosti, y que una Junta Militar había derrocado al gobierno de María Estela Martínez de Perón.
A sus 21 años, Mario Alberto Kempes no pudo contener las lágrimas. Él y Hugo Scotta propusieron regresar a casa, pero el bloque decidió jugar. Argentina ganó 1-2 a una de las mejores selecciones del mundo por aquellos días. En Buenos Aires, los militares no paraban de emitir comunicados suspendiendo libertades y censurando medios de comunicación, pero hubo uno diferente, el número 23 en el que se exceptuaba de los cortes de la programación del día un acontecimiento: el partido de las selecciones de Polonia y Argentina. El fútbol no se tocaba. Al acabar el partido en Chorzow, César Luis Menotti, seleccionador argentino, pronunció una frase de la que no era consciente del calado que tenía: “El 24 de marzo tiene que ser un día inolvidable para nosotros”.
Tres días después, pendientes de lo que pasaba en su país, Argentina perdía 2-0 en Budapest con Hungría.
Ese día, el 24 de marzo de 1976, está marcado a fuego en la historia argentina. Arrancaban siete años de horror, un periodo de sangre en el que se hizo desparecer a 30.000 personas y en el que el fútbol fue un arma más para la Junta Militar. Sobre todo a través del Mundial de 1978. Videla quiso dar al mundo una imagen de normalidad que algunos aceptaron, como el alemán Berti Vogts (“Salgo a la calle y veo un país normal, en el que la gente vive tranquila”), pero que con los años se desenmascaró. A un kilómetro del estadio de River Plate, donde se jugó la final, los detenidos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) oían los gritos de las masas mientras eran torturados o estaban las famosas salas ‘capucha’ o ‘capuchita’. Hebe de Bonafini, fundadora de las Madres de la Plaza de Myo y que vio desparecer antes del Mundial a sus dos hijos (Jorge Omar y Raúl Alfredo) y a su nuera (María Elena), recuerda que su marido, Humberto, no era capaz de ver el uso que la Junta hizo de la Copa del Mundo: “Sufría y lloraba como yo, pero cuando llegaban los partidos de la selección entraba, como casi todo el país, en estado de excitación. No veía lo que estaba haciendo. Yo no podía parara de llorar”. En pleno Mundial, tres profesores desaparecieron en una villa. Eran familiares de la esposa de uno de los astros del equipo de Menotti, René Hosueman. El seleccionador campeón del mundo estuvo siempre bajo la vigilancia de la Junta Militar a causa de su relación conocida por todos en su país con los partidos de izquierda.
Seis años después del golpe, la Guerra de las Malvinas iba a marcar el camino hacia el final de la dictadura militar. El conflicto tuvo en vilo al Mundial de España de 1982. Hasta el 19 de mayo. Ese día, el ministro de deportes británico, Neil McFarlen, explicaba en un intenso debate en la Cámara de los Comunes que Inglaterra, Escocia e Irlanda del Norte participaban en el Mundial.
Mientras, desde hacía semanas, en las trincheras heladas de las Malvinas, Falkland para los británicos, el fútbol argentino, cuya competición no se detuvo durante el conflicto, también estaba representado. Nada tenía que ver con aquel torneo que se jugó el 16 de enero de 1956 entre tropas chilenas y británicas en el Ártico con arbitraje de Ulises Pinto, miembro de Ministerio de Asuntos Exteriores chileno. Esta vez eran futbolistas que habían cambiado las botas de tacos por las militares y el balón por un fusil.
Osvaldo Omar de Felippe era un chaval de las inferiores de Huracán, que en 1982 cambió la caseta por un avión que le llevó al corazón de una guerra de la que no entendía nada. El 3 de abril, a las cinco de la mañana, un oficial del Ejército Argentino irrumpió en su casa con la orden para que se presentara de manera inmediata en el Regimiento número 3 de La Tablada (partida de Matanza, provincia de Buenos Aires). Su madre, Rosa, estalló en un llanto inconsolable. Hacía 24 horas, la familia De Felippe celebraba los 19 años de Osvaldo Omar.
En las Malvinas vio de todo. La muerte era compañera diaria de unos muchachos sin instrucción y abandonados a su suerte. Años después de descubrió que en los supermercados del sur de Argentina se vendían tabletas de chocolate en las que se encontraban cartas que enviaban los familiares a los soldados argentinos. Nunca les llegaron y se traficó con ellas.
Osvaldo Omar regresó con vida, llegó a jugar en Primera con Huracán, cuya camiseta defendió como lateral izquierdo en 38 partidos, en los que hizo ocho goles. Cuando dejó de jugar se dedicó a entrenar en categorías inferiores para alcanzar su mayor éxito con el ascenso a la máxima categoría del fútbol argentino en la campaña 2009-10 con Olimpo de Bahía Blanca. Pero su vida nunca fue la misma después de lo que vivió entre abril de 1982 y el 14 de junio, el día que los generales Jeremy Moore y Mario Benjamín Menéndez anunciaron el alto al fuego.
De Felippe, como contó a Clarín en 1998, nunca olvidará el miedo, la destrucción psicológica, “la sensación de que en cualquier momento podías morir”. Y la tuvo muy cerca. Una noche, un capitán le mandó acercarse al puesto de mando. Había dado apenas 20 pasos cuando un obús reventó el lugar en el que cada noche dormía en Puerto Argentino. El día anterior había visto caer a casi una decena de sus compañeros en combates cuerpo a cuerpo. Las bengalas que lanzaban los británicos iluminaban campos de batalla que 30 años después siguen siendo una pesadilla para los ex combatientes de las Malvinas.
En medio del hielo, el frío atroz y un suelo en el que siempre había barro y en el que vio a compañeros castigados atados a una cruz en el suelo durante noches con el termómetro bajo cero, De Felippe conoció el infierno. A los soldados, críos sin formación sacados de sus casas para hacer frente a uno de los Ejércitos más poderosos del mundo, les daban comida en los que encontraban excrementos de roedores. Una noche, él y seis compañeros más se la jugaron saliendo en la oscuridad para asaltar el lugar donde los oficiales guardaban una comida vetada a la tropa y que nunca faltaba.
Osvaldo Omar de Felippe era un chaval de las inferiores de Huracán, que en 1982 cambió la caseta por un avión que le llevó al corazón de una guerra
La firma del cese de hostilidades llevó consigo la rendición de los soldados argentinos ante los ingleses días después. De Felippe recuerda que les dieron comida caliente, algo que se les había olvidado. Sus mandos habían huido. Y no se le olvida que los británicos les informaron de cómo iba el Mundial de España. Como prisionero de guerra se enteró que el 18 de junio Argentina había ganado 4-1 a Hungría en Alicante con dos goles de Maradona y uno de Ardiles, el futbolista que había perdido a un primo en la guerra. El teniente José Ardiles, conocido por sus compañeros como Pepe, fue alcanzado el 1 de mayo de 1982 por un misil lanzado por Bertie Penfold, piloto del Harrier británico con matrícula XZ455. Los restos de su avión aparecieron 30 kilómetros alejados de la zona de combate.
De debutar en Primera a la guerra
La guerra dejó a Osvaldo Omar una úlcera, pero el fútbol fue su sustento para seguir adelante. Igual que para Luis Escobedo, el chaval que iba a debutar con Los Andes en Primera y al que se llevaron a la guerra sin que pudiera avisar a sus padres. Nunca ha perdonado a los militares. “Les sigo odiando”, contaba en los actos del 27º aniversario del enfrentamiento. Se agarró al balón para seguir viviendo. Al regresar de Malvinas volvió a jugar con Los Andes, pero las secuelas psicológicas fueron tremendas. No era capaz de comunicarse con nadie, se asustaba por todo y huía de la gente. En el Club Atlético Los Andes, en la ciudad de Lomas de Zamora, encontró el apoyo para volver a jugar y escapar de una depresión que afectó a miles de combatientes en las Malvinas hasta llevar a muchos al suicidio o trastornos que 30 años después no han desaparecido. Escobedo llegó a jugar en Colón, Belgrano de Córdoba y Vélez Sarsfield.
La guerra dejó a Osvaldo Omar una úlcera, pero el fútbol fue su sustento para seguir adelante. Igual que para Luis Escobedo, el chaval que iba a debutar con Los Andes en Primera y al que se llevaron a la guerra sin que pudiera avisar a sus padres. Nunca ha perdonado a los militares. “Les sigo odiando”, contaba en los actos del 27º aniversario del enfrentamiento. Se agarró al balón para seguir viviendo. Al regresar de Malvinas volvió a jugar con Los Andes, pero las secuelas psicológicas fueron tremendas. No era capaz de comunicarse con nadie, se asustaba por todo y huía de la gente. En el Club Atlético Los Andes, en la ciudad de Lomas de Zamora, encontró el apoyo para volver a jugar y escapar de una depresión que afectó a miles de combatientes en las Malvinas hasta llevar a muchos al suicidio o trastornos que 30 años después no han desaparecido. Escobedo llegó a jugar en Colón, Belgrano de Córdoba y Vélez Sarsfield.
El próximo 2 de abril se cumplirán 30 años de la invasión argentina de las Malvinas. De Felippe y Escobedo volverán a revivir el infierno, a oír el discurso de Leopoldo Galtieri (presidente argentino que declaró la guerra a Inglaterra) bebido y retando a los ingleses (“¡Que se vengan el principito y la reina, y que traigan unas cuantas minas! ¡Nos ponemos todos en pedo y nos vamos de joda, carajo”), el comunicado 163 del 14 de junio de 1982 (“El Estado Mayor Conjunto comunica que el comandante de la fuerza de tarea británica, general More, conferenció con el comandante militar de las Malvinas, general de brigada Mario Benjamín Menéndez, hoy, 14 de Junio de 1982 a las 16 horas. En estos momentos, en la zona de Puerto Argentino, hay un alto el fuego de hecho, no concertado por ninguna de las dos partes”) y sonidos inimaginables para los que no estuvieron entre abril y junio de 1982 en los12.173 kilómetros cuadrados de las Malvinas. A ellos, el fútbol les permitió volver a la vida, aunque las lágrimas se les salten cada vez que pasan por el cenotafio que recuerda a las víctimas en la porteña Plaza del General San Martín o en cualquier ciudad argentina.
En estos días habrán vuelto a revivir muchas cosas después de que la presidenta argentina, Crisitina Fernández de Kirchner, acusara a Inglaterra de maniobras agresivas con barcos de su armada en las Malvinas, unas islas a las que los argentinos no renuncian. Se palpa en cada una de sus ciudades, en las que siempre se encuentra una imagen, una pintada, un mensaje, un adiós cuando se cruza la frontera en el que el lema es 'Malvinas argentinas'. Para los ingleses no hay nada que negociar.
M.A.Lara
Marca.com
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